Creo que esto no os lo había contado, pero uno de los últimos trabajos que tuve fue precisamente como dependiente en un videoclub. Tenía un horario que parecía un puzzle, entre horas por aquí, horas por allá, que derivaban todos los días en la misma conversación antes de salir de casa. Mi madre: ¿vienes hoy a comer?, yo: a ver amá, que hoy es miércoles, pues claro que vengo. Ni siquiera el viejo dueño cascarrabias del comercio se aclaraba, eso sí, lo que estaba claro era que no teníamos vida social los fines de semana: viernes, sábado y domingo se trabajaba por descontado. El día libre rotaba siempre entre el lunes y el jueves. Así que se puede decir que durante unos años fui esclavo de la insdustria del cine. Y de la moda también, porque tenía terminantemente prohibido trabajar con el buzo de neopreno. Esto siempre me pareció injusto pues mi compañera Susana iba más disfrazada (pelo revuelto a lo Tim Burton, piercing, tatuaje y ropa rollo gótico; hasta que se llevo el estilo hippie y cambió a pelo largo, pantalones acampanados y collares imposibles). Claro, como el submarinismo todavía no es una moda urbana... Tiempo al tiempo.
El caso es que después de varios años el videoclub cerró, no porque marchara mal, sino porque el dueño cascarrabias había vendido el local. Si los niños nacen con un pan bajo el brazo, algunos abuelos se jubilan con una pastelería. Durante el tiempo que trabajé allí llegué a aborrecer las películas, así que he estado mucho tiempo sin pisar un cine o videoclub. Pero ya os he dicho que ha llegado el mal tiempo y que me vuelve a apetecer el plan cinetumbing con palomitas.
Sábado por la tarde, entro al videoclub, apunto de cerrar, y no quedan novedades. Me acerco a la zona donde tienen el fondo de catálogo y no me puedo resistir.

Me encanta que los planes salgan bien.
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